Panorama sobre la aplicación del principio de igualdad a la materia salarial en la jurisprudencia uruguaya

AutorMario Garmendia Arigón
Páginas254-271

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I Justicia, igualdad y derecho del trabajo

Tantas veces criticada por su excesiva vaguedad, la definición que daba Ulpiano del Derecho, como “el arte de lo bueno y de lo justo”, contiene la riqueza que suele manar generosamente de los pensamientos expresados con sabia sencillez. El Derecho se inspira en la búsqueda de la justicia. La justicia, se ha señalado, es la idea específica del Derecho, y “...está reflejada con un grado mayor o menor de claridad o desfiguración, en todas las leyes positivas y es la medida de su corrección”1.

La justicia se ubica así, como una meta del Derecho, convirtiéndose a los ojos de éste, en un espejo que devuelve imágenes más o menos distorsionadas de lo que en un plano abstracto aparece como ideal a cristalizar en normas o principios jurídicos. De esto se desprende que derecho y justicia son términos que lejos están de ser sinónimos, pues siendo esta última un valor de naturaleza esencialmente moral de la comunidad, habrá de tender aquél a realizarla, a plasmarla; produciéndose entre ambos una simbiosis entre ser y deber ser2. Sin embargo, el derecho no necesariamente alcanza esta meta o ideal, pues, como producto social, en muchos casos encarna el resultado de conflictos de intereses inspirados en fines distintos al de la justicia. Y si bien la norma jurídica injusta no ve mermada su imperatividad por exhibir tal patología, en cambio sí sentirá afectado su necesario sustento fáctico-social en el mediano o largo plazo.

El derecho debe aventurarse en este delicado y difícil arte de consagrar la justicia, porque la contínua búsqueda de este ideal, es el proceso que le ha marcado su intrínseca naturaleza. El derecho debe ser justo y su evolución histórica ha estado pautada por el signo de esta incesante búsqueda.

La génesis del Derecho del Trabajo, precisamente se presenta como uno de los hitos más significativos y evidentes de este proceso vital en pos de la consagración de la justicia, pues, en definitiva, ésta no es otra cosa que la búsqueda de la igualdad. Si es posible admitir

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que los problemas jurídicos consisten, en esencia, en cuestiones vinculadas con la distribución de ventajas o cargas; el postulado de la justicia equivale a una demanda de igualdad en el reparto o distribución de las mismas. En todos los casos, la idea de justicia, exige una distribución igualitaria3. En esta línea, expresaba Bodenheimer: “El problema de la justicia está íntimamente relacionado con el de la igualdad en la vida social humana. Justicia quiere decir tratamiento igual de los iguales (...) Tratar a hombres iguales, en circunstancias iguales, de modo igual, es el primero y más importante de los mandamientos de la justicia. Pero este mandamiento implica también que hombres y situaciones desiguales sean tratados desigualmente”4.

El liberalismo individualista que inspiró a la Revolución Francesa y a toda su posterior construcción jurídica, había proclamado la libertad de los hombres, y esta premisa le bastó para sostener que éstos, además de libres -y precisamente por este motivo- también eran iguales entre sí. Las penosas condiciones que generalizadamente sufrían las clases laboriosas a raíz del auge de la industrialización, comenzaron a evidenciar el error que encerraba aquel postulado del liberalismo: no eran precisamente igualitarios los términos que caracterizaban la relación entre el trabajador y su empleador, sino todo lo contrario.

La comprensión de esta circunstancia impulsó el surgimiento de una nueva concepción del Derecho, la que, advirtiendo la inequidad real que generaba la relación de trabajo dependiente, logró dimensionar de manera distinta al ideal de justicia, y consecuentemente a la noción de igualdad. De este modo, a partir de aquel ordenamiento jurídico individualista, que tomaba a las nociones de “persona” e “igualdad” como términos sinónimos, se evolucionó hacia otro esquema que reconocía las diferencias reales y pretendía equilibrarlas, limando sus asperezas más rudas. Aparece la nueva noción del Derecho social, preocupado por asegurar el bienestar de los económicamente débiles. El novedoso espíritu que impregna a todo el Derecho — y que específicamente, origina el nacimiento del Derecho del Trabajo — deja de fundarse en la premisa de la igualdad, para postular la idea de la igualación, lo que excluye el tratamiento igual para todos los hombres y casos, “...sino solamente igualdad en la medida del tratamiento, incluso desigualdad del tratamiento, en caso de diferencias entre hombres y casos, no igualdad absoluta, sino proporcional del tratamiento...”5.

Así comienza a hablarse de la justicia social, que consiste en “...la exigencia de que todos los medios de los que el Estado puede legítimamente disponer, sean consagrados, por él, antes que a cualquier otro fin, a la tutela de la vida y de la integridad física y moral de sus componentes y sobre todo, de quienes no estén en grado de proveer a ello con medios propios o de otras personas particularmente obligadas”6. Se trata de una concep-

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ción de la justicia que exige la intervención del Estado como instrumento indispensable para proveer de amparo a las necesidades que la vida social genera al individuo7, y esta intervención supone la introducción de desigualdades compensadoras de los desequilibrios que exhibe la realidad. Porque si la justicia es igualdad, cabe precisar que ésta no es tomada en sentido absoluto, es decir, como tratamiento raso para todos, cualesquiera sean las circunstancias y condiciones. Por el contrario, una de las exigencias de la justicia es la distinción o diferenciación, de forma tal que las ventajas y las cargas, los derechos y deberes, sean distribuidos teniendo en cuenta las circunstancias condicionantes8.

De este modo, el Derecho del Trabajo surge desde su propio origen como un instrumento que pretende plasmar la igualdad, a través de la consagración de normas que introducen desigualdades con un sentido inversamente proporcional a las que existen en la realidad.

II La distinción entre desigualdad y discriminación

La igualdad que consagra el ideal de justicia, no necesariamente proscribe la posibilidad de tratamientos desiguales, sino en todo caso, la de tratamientos discriminatorios.

Si bien en su sentido vulgar, discriminar significa separar o distinguir unas cosas de otras, sin embargo, desde el punto de vista técnico-jurídico, la discriminación supone un trato de inferioridad dado a una persona o grupo de personas por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, de filiación o ideológicos, entre otros. En otras palabras, para la ciencia jurídica, la discriminación implica establecer diferenciaciones sobre la base de pautas o criterios no aceptables o tolerables, abarcando aquellas situaciones en las que una persona o grupo es tratado desfavorablemente a partir de motivos no lícitos9.

De modo que para el Derecho no resulta disvalioso en sí mismo el hecho de establecer distinciones entre las personas o grupos, siempre que los mismos encuentren fundamento en razones lícitas y objetivamente demostrables. Así, corresponde recordar el artículo 8 de la Constitución uruguaya, que consagrando la máxima recién señalada, dispone “Todas las personas son iguales ante la Ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas, sino la de los talentos o las virtudes”.

El principio de igualdad, representa uno de los valores fundamentales del estado de derecho, y la consecuente no discriminación significa la prohibición de tratamiento desigual injustificado y por lo tanto ilícito. Esto supone que la igualdad de trato no necesariamente implica tratamiento igualitario para todas las personas con abstracción de cualquier elemento diferenciador de relevancia jurídica.

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Es evidente que en su expresión externa, la discriminación se traduce en un tratamiento desigual. Por ello, para trazar correctamente el límite entre desigualdad y discriminación (que no es otra cosa que el límite entre lo lícito y lo ilícito), debe atenderse a las causas o motivaciones que inspiran el tratamiento desigual. La exigencia formal de igualdad no excluye la posibilidad de diferenciar entre personas que se hallan en circunstancias diferentes. El único requisito en este sentido es que la diferenciación obedezca al hecho de que a la luz de ciertos criterios jurídicamente relevantes, las personas efectivamente pertenezcan a clases diferentes10. Así, por ejemplo, interpretando el artículo 14 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que consagra el principio de igualdad, el Tribunal Europeo ha decidido que el mismo “no prohíbe toda diferencia de trato en el ejercicio de los derechos y libertades: la igualdad es sólo violada, si la desigualdad está desprovista de una justificación objetiva y razonable, y la existencia de dicha justificación debe apreciarse en relación a la finalidad y efectos de la medida considerada, debiendo darse una relación razonable de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida”11.

La necesidad de protección jurídica contra la discriminación, se relaciona con la circunstancia de que las condiciones o las causas que motivan el tratamiento desigual, sean espurias. De este modo, por ejemplo, resulta claro que cuando la diferenciación entre trabajadores se realiza sobre la base de su condición sindical, la misma resulta discriminatoria, por no ser tal fundamento, una pauta jurídicamente aceptable para establecer distinciones12.

III La importancia...

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