Eutanasia y derechos fundamentales

AutorFernando Rey Martínez
Páginas13-28

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Introducción: el problema de la eutanasia en su contexto

El examen de la eutanasia es uno de los problemas más difíciles del Derecho Constitucional. El asunto, que evoca un tenso, e incluso dramático, conflicto entre la prohibición de matar y la autonomía personal en relación con la propia existencia en un contexto de cercanía de la muerte o de intensos sufrimientos, necesariamente requiere un enfoque pluridisciplinar (jurídico, médico, ético, etc.), y, por si fuera poco, no permite una solución jurídica satisfactoria por completo. Todos los modelos de abordaje jurídico del problema arrojan luces y sombras. Las soluciones oscilan entre las malas y las peores. Pero unos parecen tener más ventajas que otros. En este breve trabajo, que compendia algunas de las principales ideas expresadas en otro más extenso1, intentaré proporcionar algunos criterios para un discernimiento razonable.

El contexto fáctico del problema de la eutanasia es el surgimiento de un nuevo poder, con riesgo de desbordamiento y abuso, frente al que los derechos fundamentales deben reaccionar para asegurar a las personas un ámbito de libertad, el poder emergente de la tecnología médica en relación con el final de la existencia humana, cada vez más “medicalizado”. La protección absoluta de la vida planteó pocos problemas mientras la Biología y la Medicina no estuvieron en condiciones de manipular el comienzo y el fin “natural” de la vida humana por medios artificiales. De hecho, no es casual que la palabra, de origen griego, eutanasia (“buena muerte”), no haya adquirido su sentido actual (como equivalente a alguna forma de ayuda en el morir) precisamente hasta nuestra época, a pesar de que ya se utilizaba desde la antigüedad para aludir a una muerte natural, rápida y sin demasiados dolores. El paradigma de una muerte así en el mundo antiguo es la del emperador Augusto, tal como la narró Suetonio. El significado contemporáneo dePage 14la eutanasia como derecho del enfermo terminal de poder decidir el modo y el tiempo de la propia muerte es un fruto necesario de la edad de la técnica, cuyas condiciones eran completamente desconocidas en las edades precedentes. La Constitución protege al paciente en estado terminal o con graves padecimientos difíciles de soportar frente a su reducción como objeto o víctima de una “medicina de aparatos”.

La pregunta sobre la eutanasia requiere el examen conjunto de otras cuestiones íntimamente asociadas: si existe o no un derecho fundamental a disponer de la propia vida; cuál es el estatuto constitucional del suicidio; si hay o no diferencias cualitativamente significativas, desde el punto de vista jurídico, entre la eutanasia activa de un lado y la indirecta y pasiva por otro; y, en suma, si de la Constitución se deriva la obligación de permitir la eutanasia, o de prohibirla, o de remitir la regulación al legislador penal, y en tal caso con qué extensión y bajo qué condiciones. Es preciso ordenar de modo razonable las piezas de este puzzle.

El debate, además de altamente ideologizado, es complejo y se desarrolla en escenarios religiosos, sociales, políticos, médicos y, por supuesto, jurídicos, donde se corre el riesgo, casi fisiológico, de intentar hallar el fundamento legitimador de la propia postura, convirtiendo a la Constitución en un babel de interpretaciones incompatibles y recíprocamente irreductibles.

La cuestión se juzga desde la perspectiva religiosa y (bio)ética. La radical postura contraria de la Iglesia en un país de tradición cultural católica, como el nuestro, impacta con fuerza sobre el debate. Hay una áspera diatriba antropológica de fondo en el contexto de una sociedad multiética; el acuerdo se contrae al hecho de que la vida no es sólo “biología” sino también “biografía”, pero unos y otros extraen consecuencias totalmente diferentes de esta idea aplicada al proceso de la muerte.

La controversia acapara de modo recurrente la atención de los medios de comunicación, sobre todo a partir de casos-límite especialmente llamativos. En España, el problema debuta con la solicitud de ayuda al suicidio de Ramón Sampedro, que finalmente logra en 1.998. Pero, de modo similar a lo que sucede en otros países, se han ido presentado diversos casos que han llamado la atención de la opinión pública: el de las sedaciones terminales en el hospital Severo Ochoa de Leganés, el de Jorge León, un escultor tetrapléjico de 53 años que se suicidó el 4 de mayo de 2.006 –ayudado por tercero o terceros- en Valladolid (a mi juicio, tenía derecho a que se le desconectara el respirador artificial por personal médico del mismo modo que un año más tarde lo ha hecho Inmaculada Echevarría), el de Madelaine Z., una mujer de 69 años con esclerosis lateral amiotrófica que se suicidó en Alicante en enero de este mismo año, y, últimamente (por ahora), el ya citado de Inmaculada Echevarría. El último caso es más problemático, en principio,Page 15porque la limitación del esfuerzo terapéutico no consistía en una simple omisión, sino en un hacer (la desconexión de la respiración asistida, así como la administración de sedantes), pero la literatura penalista es prácticamente unánime en que también en estos casos estamos en presencia de una eutanasia pasiva no punible.

La polémica está, por supuesto, en la arena política. Periódicamente se presentan en el Congreso de los Diputados diversas interpelaciones en relación con la regulación de la eutanasia, pero, desde el punto de vista político, el lugar donde se ha planteado con mayor agudeza el problema quizás haya sido en el marco de la oleada reciente de reformas de los Estatutos de Autonomía. En efecto, el texto de Estatuto que aprobó el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre de 2.005 incluyó un artículo, el vigésimo, bajo la rúbrica “derecho a morir con dignidad”. Esta disposición tenía una redacción deliberadamente ambigua en su rúbrica, “derecho a morir con dignidad”, y un contenido incierto, que parecía admitir el reconocimiento en ciertos casos de la eutanasia directa (y así fue advertido en el debate partidista y por los medios de comunicación). Al menos simbólicamente, ya que la prohibición penal seguía vigente, así como la Ley estatal básica sobre derechos del paciente, que establecía –y establece- un marco bien preciso de límites, también para los documentos de instrucciones previas o voluntades anticipadas a los que se refiere el apartado segundo. La norma no podía, obviamente, despenalizar la eutanasia directa en ningún caso (porque las Comunidades Autónomas carecen de competencia en materia penal), pero su redacción parecía albergar y animar (dada la situación de mayorías políticas del momento en Cataluña y en Madrid) una promesa de reforma estatal en clave despenalizadora. En este sentido, fue leída como un triunfo político (de ningún modo jurídico) de los partidarios de la despenalización de la eutanasia. Quizás por ello esta redacción no prosperó en la tramitación de la reforma del Estatuto en el Congreso de los Diputados. El debate giró, a instancias del nuevo acuerdo entre el grupo socialista y el convergente, hacia el reconocimiento del derecho a recibir adecuados tratamientos paliativos, lo cual supuso una inteligente manera de desactivar el problema planteado. La alternativa entre cuidados paliativos y eutanasia activa es un argumento que aparece de mo do crónico en este debate, con la idea subyacente de la relación inversamente proporcional entre cuidados paliativos y eutanasia.

La redacción que finalmente se aprobó en el Estatuto catalán suprime la anfibológica rúbrica “derecho a morir con dignidad” y la sustituye (también en el art. 20) por la expresión “derecho a vivir con dignidad el proceso de la muerte”, que también es ambigua, pero que se refiere no a un supuesto “derecho a morir”, sino, en positivo, por decirlo así, a “vivir con dignidad” el proceso de la propia muerte (su ubicación sistemática en el mismo apartado donde se reconoce elPage 16derecho del paciente a los cuidados paliativos permite precisar o tematizar ya, en alguna medida, su campo de aplicación). A pesar de este intento de suavizar y reconducir la cuestión, es dudoso que una Comunidad Autónoma pudiera regular aspectos concernientes a derechos tan personales (vida, integridad, etc.) como los aquí invocados. Si el “derecho a vivir con dignidad el proceso de su muerte” equivale al derecho a los cuidados paliativos (o a la autodeterminación corporal – otra materia sobre la que la Comunidad no tiene competencia de regulación-), la fórmula es perfectamente inútil, y si tiene otro contenido, además de ser inconstitucional por razones formales de incompetencia, también lo será por motivos de fondo, de contradicción con el derecho a la protección jurídico-constitucional de la vida tal y como lo viene interpretando (hasta ahora, por lo menos) el Tribunal Constitucional.

Ahora bien, aunque el debate de los nuevos Estatutos no ha hecho avanzar el reconocimiento jurídico de la eutanasia (por la propia limitación de su factura institucional no podía hacerlo), sí ha provocado, sin embargo, en este punto un interesante resultado: ha consagrado como “nuevo” derecho (dentro de la reciente y discutida categoría de los derechos estatutarios) uno de naturaleza prestacional, el derecho a los cuidados paliativos, el derecho frente al dolor físico. Pero lo cierto es que el alcance de los cuidados paliativos en España es todavía limitado, no está universalizado, se limita a ciertas zonas, patologías y número de enfermos.

Insisto en que el debate sobre la expresión “derecho a morir” del Estatuto catalán no me parece riguroso desde el punto...

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